Los países con poca historia la cuidan mucho; los países con mucha historia la cuidan poco. No paré de repetirme esta frase, que no sé quién acuñó, durante la semana de septiembre en que anduve dando vueltas por las viejas llanuras y las flamantes ciudades de Texas. La recordé mientras visitaba las instalaciones de la NASA en Houston, donde se conserva intacta la sala de control de las primeras misiones espaciales, las de los años sesenta, con sus armatostes prehistóricos y su tecnología antediluviana, igual que se conservan intactas las hileras de butacones raídos desde las cuales asistían los grandes dignatarios a los momentos álgidos de la carrera espacial.
También recordé la frase en el Capitolio de Austin, imponente edificio gubernativo de 1888 en cuya entrada se exhibe un gran retrato de Davy Crockett, héroe de la libertad de Texas –participó en la revolución contra los mexicanos y murió en 1836, peleando en El Álamo– y personificación de ese feroz individualismo norteamericano que los europeos no entendemos muy bien, porque a menudo linda a la vez con el anarquismo y con el neoliberalismo, como en su última reencarnación conservadora: el Tea Party. Pero donde sobre todo me acordé de esa frase fue en Dallas.
O más exactamente: en la plaza Dealey de Dallas. O más exactamente aún: en el museo que, en la plaza Dealey de Dallas, recuerda el asesinato de John Fitzgerald Kennedy. Se llama The Six Floor Museum y está en la sexta planta de un antiguo almacén de libros, el lugar exacto desde el que, el 22 de noviembre de 1963, Lee Harvey Oswald disparó asomado a una ventana la bala que mató al presidente, quien acababa de doblar la esquina de Houston y Elm a bordo del coche presidencial. El museo, magnífico, permite hacerse una idea bastante exacta del acontecimiento, desde sus prolegómenos hasta las teorías de la conspiración que suscitó.
Éstas, como se sabe, son virtualmente infinitas: en realidad, no hay un norteamericano que no tenga una; en realidad, un norteamericano viene a ser un tipo que tiene una teoría del asesinato de Kennedy. La razón superficial es que algunas zonas del hecho permanecen todavía en sombra, lo que deja un espacio abundante a la fantasía; la razón profunda es otra. En 1864, en Apuntes del subsuelo, Dostoievski escribió: “Sobre la historia universal se puede decir cualquier cosa, todo cuanto se le ocurra a la imaginación más desvariada. Lo único que no puede decirse es que sea racional”.
Es verdad, pero es una verdad insoportable, espantosa, así que hacemos lo posible por ocultarla, dotando a la historia de una racionalidad inventada. Nada más fácil. Treinta y cuatro años antes de que Dostoievski denunciara la irracionalidad de la historia, Hegel observó al principio de sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal: “A quien mire el mundo de modo racional, el mundo le mirará de modo racional”. Llevada al extremo, esta voluntariosa racionalidad conduce a la paranoia: a pesar de las innumerables teorías de la conspiración sobre el asesinato de Kennedy, los historiadores más solventes concluyen que lo más probable es que Oswald actuara por su cuenta y riesgo; los norteamericanos, sin embargo, no pueden resignarse al absurdo de que un hombre solo –y encima un hombre tan absurdo e insignificante como Oswald–cambiara la historia de su país, así que, para que el mundo no deje de mirarlos de forma racional, urden teorías según las cuales detrás de Oswald estaban la mafia, la CIA, los castristas, los anticastristas, Lyndon B. Johnson, qué sé yo. El caso es dar sentido al sinsentido.
Texas apenas cuenta con dos siglos de vida, pero tiene casi el doble de extensión que España, la mitad de sus habitantes, y conserva aún en su ADN una cultura de frontera que el western de Hollywood inmortalizó y que en el fondo remite a la cultura de frontera que los conquistadores extremeños y andaluces llevaron consigo a América. En Texas mucha gente lleva armas; mucha gente habla en Texas español: en 2050, el 75% de los menores de 20 años serán hispanos, lo que provoca un pánico injustificado en algunos, porque el español sigue siendo allí una lengua sin prestigio, la lengua de los pobres. La bandera de Texas luce una estrella solitaria. En Texas triunfa un lema: “No te metas con Texas”.
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