Concentrado en “la guerra contra el terrorismo”, los conflictos en Medio Oriente, la “amenaza” nuclear que representan Corea del Norte e Irán (para la hegemonía nuclear estadounidense), la consolidación de China como potencia económica hegemónica y la consecuente “guerra comercial”, y el revitalizado conflicto con Rusia, la Casa Blanca otorga una baja prioridad a América Latina. Sin embargo, esto no implica necesariamente que la región sea de “baja prioridad” en algunos aspectos centrales a la política exterior estadounidense. El problema migratorio y las relaciones comerciales impactan profundamente en la política interna de Estados Unidos, cuyas preocupaciones se enfocan en tres cuestiones centrales:
1. Venezuela y la incansable retórica del peligro de una posible “segunda Venezuela”.
2. La incertidumbre de la transición política en Cuba
3. La creciente presencia de China en la región, observada como una invasión a la tradicional área de influencia estadounidense.
En esta línea, debemos considerar una serie de aspectos relevantes a la relación de Estados Unidos con Latinoamérica a partir de la llegada de Donald J. Trump al poder: ¿A qué han respondido las políticas de la nueva administración? ¿Debemos hablar de rupturas o de continuidades?
Si bien la actual gestión no tiene una política consistente o definida hacia América latina como bloque regional, sino que tiende a relacionarse y “negociar” con los países en forma bilateral (quien no dice unilateral) con el objetivo de fragmentar el bloque, hay un aspecto en el que sí puede observarse una política no sólo consistente sino de continuidad con gestiones anteriores: la política inmigratoria.
Según datos de la Oficina del Censo de Estados Unidos de 2016, en ese país viven aproximadamente 43,7 millones de inmigrantes, es decir, un 13,5% de la población. Dado que se estima que 1 de cada 4 inmigrantes se encuentra en condición de irregularidad, al momento de asumir Trump la Presidencia, en Estados Unidos residían unos 11 millones de inmigrantes sin papeles (3,4% de la población).
Un informe del prestigioso Pew Research Center (PEW) reveló que el principal país de origen de la población inmigrante es México. Para 2015, 11,6 millones de inmigrantes que vivían en Estados Unidos (27%) provenían de allí. Los otros grandes grupos de inmigrantes provienen de China (6%), India (6%), Filipinas (5%) y El Salvador (3%). Ya en su campaña electoral, Trump prometió deportar a esos 11 millones de inmigrantes que se encuentran en Estados Unidos en situación de irregularidad. Y en más de una ocasión intencionalmente dio a entender que los 11 millones de inmigrantes sin papeles se correspondían con los 11 millones de inmigrantes mexicanos residentes en el país, con el expreso objetivo de equiparar inmigración ilegal con inmigración proveniente de México.
Con el cambio de gobierno, la política de la Casa Blanca se centró en la implementación de una serie de decretos presidenciales (muchos de ellos, disputados en distintas cortes estaduales y solo implementados parcialmente) que buscaban frenar la inmigración de a) selectos países de mayoría musulmana que han atravesado o atraviesan conflictos en los que Estados Unidos tuvo una intervención directa o indirecta, como Irán, Iraq, Libia, Somalia, Sudán, Siria y Yemen; y b) refugiados, apuntando a reducir su ingreso total a 50.000, eliminar en su totalidad el ingreso de refugiados sirios, y suspender el Programa de Admisión de Refugiados.
De la mano con ello, se potenciaron esfuerzos por localizar y detener a inmigrantes indocumentados, sobre todo de origen latino. Según datos oficiales de la Fuerza de Inmigración y Aduanas del Departamento de Seguridad Interior (ICE por sus siglas en inglés), durante el primer año de la presidencia de Trump, las detenciones de habitantes “sin papeles” aumentaron casi un 40%, en relación a las realizadas durante el mismo período del año anterior, alcanzando un total de casi 400 detenciones por día. Según se afirmó, “casi el 75% de los detenidos son criminales condenados, autores de delitos como homicidios, agresiones graves, abuso sexual y cargos relacionados con drogas”, dando así a entender que los blancos del ICE son aquellos que el presidente estadounidense califica continuamente de “criminales, narcotraficantes y violadores”. Sin embargo, el pronto a ser ex secretario de Seguridad Interior, John F. Kelly, dejó bien claro que ICE no hace distinciones entre quienes se encuentran en el país en forma irregular. Fue así que, según reveló el mismo ICE, el incremento de detenciones no-penales pasó de 4.200 casos en 2016, a más de 10.800 en el mismo período de 2017.
Además del aumento en las detenciones, se venía registrando ya un importante incremento en las deportaciones. Según el PEW, el gobierno de Barack Obama deportó a unos 3 millones de inmigrantes entre 2009 y 2016, un número significativamente mayor que los 2 millones deportados por la administración Bush entre 2001 y 2008. En 2015 y 2016 se deportaron a alrededor de 677.000 inmigrantes, la mayoría, como consecuencia de causas no-penales.
Si bien en los dos primeros años del gobierno de Trump se registró un aumento en las detenciones, las deportaciones disminuyeron en un 12% en relación al mismo período del año anterior. Para la periodista de la revista The Atlantic Aria Bendix esto respondería a que “más inmigrantes indocumentados están siendo arrestados en el interior del país y no a lo largo de la frontera. Como resultado, a menudo se enfrentan a largas audiencias en el sistema de tribunales de inmigración de la nación”. Pero es de notar que la gran mayoría de los inmigrantes deportados no fueron detenidos por delitos graves o crímenes, sino por infracciones menores (de tránsito, por ejemplo), controles policiales callejeros producto del más puro profiling racial, o ni siquiera eso.
Este aumento en las detenciones y deportaciones no solo responde a una política del gobierno federal sino a mejoras en la infraestructura de los centros de detención y al incremento en la contratación de funcionarios dedicados al servicio inmigratorio y penitenciario. Sólo entre octubre de 2016 (dos meses antes de las últimas elecciones presidenciales) y principios de 2017, el gobierno federal firmó contratos adicionales con empresas privadas de seguridad interna que le permitieron aumentar el número de instalaciones para detener personas. Para marzo de 2017, ICE tenía contratos para mantener a personas detenidas en:
A sólo dos meses de la asunción de Trump, aproximadamente dos tercios de los detenidos por el ICE se encontraban en prisiones privadas financiadas con fondos federales y estaduales, contribuyendo al incremento del complejo industrial-carcelario y el negocio privado del encarcelamiento masivo. Esto se vio “beneficiado” por la política de “tolerancia cero” de la actual gestión, que derivó, por un lado, en un incremento exponencial de las detenciones de inmigrantes y de los juicios federales remitidos por Aduanas y Protección Fronteriza (aumentando un 74% entre marzo y junio de 2018) y, por otro, en que cerca de 2700 niños fueran separados (temporal o definitivamente) de sus padres.
Si bien todo esto está provocando que las sensaciones de miedo e inseguridad entre los inmigrantes se acentúen, además del aumento de la xenofobia y la criminalización del inmigrante, esto no pareció detener a los más de 7000 centroamericanos que conformaron la caravana que durante semanas ocupó gran parte de la atención del periodismo estadounidense.
Trump se apresuró a ordenar el envío de tropas a la ya amurallada y militarizada frontera sur, controlada por la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos. A los 21.000 agentes encargados de patrullar la frontera, apostados durante los últimos años de la gestión Obama, se sumaron unos 5.000 en 2017 con el objetivo de frenar los problemas que la Casa Blanca entiende ingresan a Estados Unidos a través de la frontera: enfermedades, crimen, delincuencia, narcotráfico e incluso terrorismo islamista.
La última vez que se había producido un aumento significativo de agentes para patrullar la frontera fue luego del 11 de septiembre de 2001, cuando el gobierno de Bush ordenó duplicar el número de las fuerzas de seguridad de 10.000 a 20.000. En octubre de 2018, Trump volvió a echar mano a esta opción cuando anunció el envío de al menos 15.000 miembros de las Fuerzas Armadas a la frontera con México para “enfrentar” a la caravana de migrantes. Ante el anuncio, el corresponsal del diario mexicano La Jornada David Brooks notó que este era un despliegue equivalente a la actual presencia militar estadunidense en Afganistán, a lo que podemos agregar el hecho de que Estados Unidos no realizaba una movilización interna de tropas de esta (o de ninguna otra) magnitud desde la Guerra Civil.
El nuevo proyecto de Ley de Reforma inmigratoria: RAISE (Reforming American Immigration for Strong Employment – Reformar la inmigración en Estados Unidos para un empleo fuerte)
Definido el escenario luego de las elecciones de mitad de mandato, empieza a perfilarse cuáles serán las prioridades de la agenda legislativa para 2019 y su posible efectividad. Una mayoría republicana en el Senado y una mayoría demócrata en la Cámara de Representantes conducirá a un juego de suma cero en el que –en el contexto del inicio de las primarias para las elecciones presidenciales 2020– el Congreso no aprobaría nuevas y polémicas leyes como la Ley de Reforma Inmigratoria. Sin embargo, sus patrocinadores, los republicanos Tom Cotton (Arkansas) y David Perdue (Georgia), ya están haciendo lobby para que sea una de las primeras leyes a tratar en el recinto, cuando comiencen las sesiones legislativas en enero próximo. El proyecto, presentado al Congreso en febrero de 2017 y fuertemente apoyado por Trump, propone:
Según Trump, esta ley ayudará a impulsar el crecimiento económico y permitirá un (ilusorio) incremento en los salarios de los trabajadores norteamericanos: “La legislación no solo restablecerá nuestra competitividad en el siglo XX, sino que también restaurará los vínculos sagrados de confianza entre Estados Unidos y sus ciudadanos. Esta legislación demuestra nuestra compasión con las familias estadounidenses que atraviesan dificultades y merecen un sistema de inmigración que coloque sus necesidades en primer lugar, y que ponga a Estados Unidos en primer lugar”. Sin embargo, contradiciendo directamente esta afirmación, el Foro Nacional de Inmigración pronosticó que de sancionarse esta ley el crecimiento económico anual estadounidense se reducirá en aproximadamente un octavo.
Lo que Trump no parece entender es que, como bien observa el especialista en estudios demográficos Lyman Stone, dado que la Ley RAISE conduciría a una reducción significativa de la inmigración legal total, su contraparte sería el aumento de la inmigración ilegal y, con ello, una mayor militarización interna y de las actividades represivas del ICE. Como otras políticas del gobierno estadounidense, la propuesta reforma inmigratoria se presenta como una política netamente clasista que apunta a una inmigración de clase media/media alta, educada, bilingüe, con título universitario, abiertamente excluyendo a sectores de clase baja que se insertan en sectores de la economía que, por su parte, demandan mano de obra barata y poco calificada como la agricultura, la construcción y el sector servicios.
Expositores: Oscar Vidarte (PUCP) Fernando González Vigil (Universidad del Pacífico) Inscripciones aquí. Leer más
Una retrospectiva para entender los próximos cuatro años. Leer más
En la conferencia se hará una presentación de los temas más relevantes del proceso de negociación se llevó a cabo desde el 2012, así como del acuerdo de paz firmado entre el Gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC a finales del 2016. Se analizarán los desafíos y las... Leer más
El Observatorio de las Relaciones Peruano-Norteamericanas (ORPN) de la Universidad del Pacífico es un programa encargado de analizar y difundir información relevante sobre la situación política, económica y social de Estados Unidos y analizar, desde una perspectiva multidisciplinaria, su efecto en las relaciones bilaterales con el Perú.
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