Apenas faltando menos de dos meses para la celebración de las elecciones generales de Estados Unidos, el escenario político presenta un alto nivel de complejidad. Este 2016 en Estados Unidos es distinto a otros ciclos electorales de varias maneras importantes. El éxito de candidaturas fuera del molde tradicional y un incremento sustancial de aquellos electores que se definen a sí mismos como independientes, junto a la intensa segmentación racial del electorado, estimulan el que miremos al cuadro electoral como un rompecabezas que produce más cuestionamientos que certezas. La altísima desconfianza prevalente hacia los candidatos principales le añade un elemento novedoso a una contienda en que los candidatos “anti-sistema” parecen ser más favorecidos. Más allá del pronóstico electoral inmediato, el futuro del sistema político de Estados Unidos refleja hondas incertidumbres.
La entrada del magnate Trump al ruedo y su “toma hostil” del Partido Republicano le inyecta a esta competencia un primer elemento impredecible que las encuestas de opinión no parecen poder explicar completamente. Para comenzar, hay dudas sobre la capacidad de las encuestas para capturar el apoyo a esta figura mediática. De hecho hay quienes cuestionan si los seguidores de Trump pueden estar siendo subrepresentados ya que serían más reacios a la auto-identificación en entrevistas o mediante llamadas telefónicas. Este fenómeno ya se ha reflejado en elecciones anteriores donde pronósticos para ciertos candidatos se inflan (ha ocurrido recientemente en el caso de candidatos negros con los cuales la gente dice que se identifica para no parecer racistas) o se subestiman, como sería el caso de Trump. El hecho de que más de un 10% del electorado esté expresando apoyo a candidatos independientes también complica el cuadro electoral. En algunos casos esas candidaturas son apoyadas por fuerzas anti-Trump pero no en todos los casos es así.
La toma por asalto de Trump del Partido Republicano no estaba en el libreto del sector dominante en ese partido. La estrategia iba dirigida a elegir a un candidato más parecido a Jeb Bush, con una estrategia política dirigida a proyectar una imagen de inclusión racial y conservadurismo compasivo. Esto no funcionó debido a resentimientos en sectores amplios del electorado que Trump supo capitalizar. A esto se suma el que varios líderes republicanos se han negado a endosar a Trump y algunos incluso han endosado a Clinton. Ahora algunos dentro de la estructura de poder republicana se preguntan si Trump se mantiene en carrera para ganar las elecciones o, en la alternativa, para fortalecer su marca corporativa. Se desdibuja así la línea siempre problemática entre “lo propiamente político” y la agenda corporativa que lo sustenta.
El mapa del colegio electoral, por otro lado, favorece grandemente a los demócratas. En las últimas seis elecciones los estados consistentemente demócratas han acumulado 242 de los 270 necesarios para obtener la victoria. Estados como Tejas parecen ahora en disputa aunque antes aparecían en la lista de los estados seguramente republicanos. La popularidad del Presidente Obama, quien goza de un nivel de aprobación de 51%, también es un factor que apoya las posibilidades demócratas. En esta coyuntura, como forma de comparación, la popularidad del republicano George W. Bush era de 30%. Las convenciones de los dos partidos políticos este verano proyectaron también una preferencia general de alrededor del 4% del voto popular a favor de la candidata demócrata. The New York Times colocó hace poco las probabilidades de triunfo de Trump en tan solo 14%, aunque ello fue previo al informe del FBI sobre el manejo de Hillary Clinton de información confidencial en sus plataformas digitales.
Las encuestas de opinión, notando las reservas ya mencionadas, definen una muy ligera y débil tendencia a favor de la candidata demócrata Hillary Clinton. La inmersión de Trump con un amplio apoyo nacionalista entre la mayoría blanca del país, sin embargo, plantea interrogantes nuevas. Seguro de su apoyo entre los blancos, Trump está tratando de ampliar su popularidad entre las llamadas minorías, teniendo hasta ahora muy poco éxito en ello.
El porciento de electores que se identifican a sí mismos como independientes en esta etapa es otra fuente de inquietud. La empresa de opinión Gallup revela que un 42% de los votantes se autodenomina como independiente, la cifra más alta desde que se obtiene información en 1988 sobre ello. Por otro lado, un mero 29% del electorado se identifica como demócrata y un 26% como republicano. Por eso candidaturas semi-independientes como la de Trump, y antes la de Sanders, son tan significativas. Parecen apuntar a un fenómeno político de largo alcance que puede anticipar realineamientos electorales.
Los efectos acumulativos de un aumento de la desigualdad social y un estancamiento (o más bien regresión) en el salario promedio, contribuye a este nuevo escenario donde los movimientos anti-sistémicos, no necesariamente de izquierda, prosperan. Los que conocen un poco de historia, se preocupan, con razón, de la importancia política de un nacionalismo de derecha con ambiciones de reconquista de lo que se percibe como poder político perdido. Por eso la pregunta de a qué pasado glorioso exactamente es que desea regresar la mayoría del electorado blanco y nacionalista que favorece a Trump.
La polarización racial del voto es impresionante: mientras casi el 60% del voto blanco se inclina por Trump, solo el 4% del llamado voto afroamericano dice respaldarlo. Ambos niveles de popularidad y de rechazo no tienen precedentes recientes. Los demócratas están perdiendo 14% del electorado blanco en relación a las elecciones presidenciales de 2012. Por otro lado, el apoyo al Partido Demócrata entre las mujeres va en aumento, aunque el sexismo sigue mostrando tendencias fuertes. Durante las primarias cerca de un 85% de mujeres negras apoyó a Hillary y ese apoyo se sostiene. Entre las minorías los índices de opinión desfavorable de Trump ascienden a un 62%. De acuerdo a Quinnipiac University, solo un 7% de las minorías en Estados Unidos tienen una opinión muy favorable de Trump. Si el candidato republicano muestra cierta capacidad competitiva, es por el apoyo de los blancos, especialmente aquellos que no tienen un diploma universitario; este índice está además fuertemente correlacionado con pobreza. De nuevo, estos datos nos invitan a reflexionar desde una mirada compleja cómo los beneficiarios políticos de la crisis del modelo neoliberal pueden tender a una salida autoritaria y nacionalista con ribetes imperiales evidentes.
La complejidad de la elección no se limita al ámbito de la contienda presidencial. Los modelos electorales también postulan que existe una posibilidad real de que los demócratas puedan reconquistar el Senado de Estados Unidos. Las probabilidades de que ello suceda están alrededor del 60% según los modelos de The New York Times. Para ello, los demócratas necesitan ganar cinco asientos en el Senado. Una victoria de los demócratas en el Senado, y la elección de Hillary, asegurarían nuevos jueces de tendencia liberal al Tribunal Supremo de Estados Unidos. Por eso, un elemento a tomar en cuenta en esta elección es que puede definir qué sector de la elite controla la agenda del más importante foro judicial de la nación estadounidense por un largo periodo.
Como se sabe, el Tribunal Supremo federal ha estado muy dividido en temas significativos como lo son el derecho de la mujer a decidir sobre la terminación de su embarazo, el poder presidencial para emitir órdenes ejecutivas en materias migratorias, medidas legislativas para reducir el poder corporativo y la posible revocación de Citizens United, decisión del Tribunal que abrió las puertas de par en par al inversionismo político corporativo. La filosofía de los tribunales está puesta sobre el tablero electoral como nunca antes en época reciente. Este Tribunal se fragmenta al presente entre cuatro jueces liberales nombrados por presidentes demócratas y cuatro jueces conservadores nombrados por republicanos. Luego de la muerte de Antonin Scalia hace ya varios meses se ha creado un empate en algunos casos en virtud de la existencia de estos dos bloques. Obviamente el cuadro es más complicado pero es claro que una victoria de un partido u otro va a ser determinante en la visión dominante del Supremo Federal en temas cruciales.
La nominación del juez Merrick Garland, efectuada por el presidente Obama en marzo pasado, está sobre el tapete y su eventual confirmación depende del resultado electoral de noviembre. Los republicanos han optado por obstruir cualquier nombramiento hasta que se exprese el electorado. Es una apuesta arriesgada. Existe una posibilidad muy real de que la nueva presidenta, si en efecto Hillary Clinton prevalece, pueda nombrar hasta tres nuevos jueces del Tribunal y dejar una marca en su trayectoria por las próximas tres décadas. La importancia de este dato no se puede subestimar si se toma en cuenta que decisiones cruciales, como Citizens United, se decidieron por el margen mínimo de un voto. Cinco años después de esta decisión, cerca de un billón de dólares privados han sido inyectados en el proceso electoral, estando estos dirigidos en parte a favorecer políticas elitistas y excluyentes.
La situación en la Cámara de Representantes es distinta. Aquí el número de asientos “seguros” de los republicanos es muy amplio por lo que parecerían seguir mostrando capacidad de control. Al presente tienen un margen de ventaja de 30 escaños. Para que una victoria demócrata ocurra tendría que darse una elección de un margen tan amplio que altere la dinámica a favor de un partido de forma tal que arrope Presidencia, Senado, Cámara y las elecciones estatales y municipales. Hasta ahora eso no da muestras de ocurrir a menos que se produzca una movilización sustancial de la coalición demócrata. Los blancos educados, sin embargo, que se inclinan por Hillary, siguen apoyando al Partido Republicano en la Cámara y no hay tantos distritos de mayoría presidencial demócrata dominados por republicanos. En un sistema constitucional fragmentado como el de EEUU, las decisiones presupuestarias comienzan en la Cámara y allí ha prevalecido un conservadurismo fiscal extremo.
La incertidumbre no se refiere solamente al resultado electoral sino también a sus consecuencias políticas a largo plazo y a cómo se procesa el mismo por las fuerzas sociales en pugna. Hace poco la firma encuestadora PEW reveló que un altísimo 51% de los seguidores del candidato Trump creen que las elecciones pueden ser manipuladas a favor de Hillary Clinton. ¿Cómo van a reaccionar decenas de millones de votantes ante una derrota de Trump estando estos convencidos de que las reglas del juego supuestamente no les permitieron ganar? Esa pregunta, en sí misma, plantea un nuevo nivel de ansiedad política; la política tradicional le está abriendo paso a otra más primitiva y divisiva. En la visión política de Trump y una mayoría de sus seguidores no hay certeza de confiabilidad especialmente en relación al voto de las llamadas minorías raciales. Trump favorece la controvertible estrategia de requerir tarjetas de identificación a los votantes el día de las elecciones como una forma de intentar deprimir el voto negro e hispano que no le favorece.
Estados Unidos se mueve en terreno movedizo y las consecuencias de su aguda confrontación política trascienden los marcos de su estado político nacional. Habrá que seguir observando detenidamente. Los efectos potenciales en el plano interno y de su política territorial resultan ser extremadamente significativos.
Queda pendiente, por otro lado, una mirada a las políticas exteriores, tanto de Trump como de Clinton, y los riesgos que implican ambas propuestas. Pero eso es tema que merece atención particular. Basta decir que los énfasis de política exterior son distintos pero en ambos casos tendemos a un regreso a una función más abierta y activa del componente militar. Ello está presente a ambos lados de la ecuación republicana y demócrata.
Lo que queda claro, por ahora, es que no debemos de dejar de analizar a Estados Unidos desde su complejidad. No hacerlo, sencillamente, es un acto simple de negación sobre una realidad que nunca podrá ser transformada sin ser estudiada. De forma particular nos deben interesar, por razones obvias, las fuerzas radicales que apoyan el fortalecimiento auténticamente democrático en ese país. Con esas fuerzas fortalecidas se le podrá dar paso a una descolonización de naturaleza progresista en Puerto Rico. Pero la reflexión sobre ese ángulo queda, por ahora, en el tintero.
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