Las semillas del populismo estadounidense moderno, el considerado movimiento progresista, las sembraron hace más de 40 años dos acontecimientos que sacudieron la confianza de los ciudadanos en su Gobierno: la desastrosa guerra de Vietnam y el posterior escándalo delcaso Watergate.
Las mentiras que contaron los gobernantes a los estadounidenses sobre la guerra en el sureste asiático costaron al país 58.000 vidas. El Watergate costó la dimisión del presidente e hizo añicos la imagen de buen Gobierno. Pero Vietnam y Nixon no hicieron más que plantar esas semillas. Fue el escepticismo de Ronald Reagan sobre la Administración lo que las alimentó y las permitió fructificar en el progresismo que hoy invade Estados Unidos.
Reagan fue el primer presidente de los tiempos modernos que hizo campaña en torno a la idea del odio a la Administración. Su lema era: “El Gobierno no es la solución del problema, es el problema”. Todo lo contrario de lo que decía John F. Kennedy una generación antes: “No preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregunta qué puedes hacer tú por tu país”. En otras palabras, Kennedy estaba diciendo a los estadounidenses que el Gobierno era bueno porque ellos formaban parte de él.
Por supuesto, en cuanto los estadounidenses empezaron a desentenderse —y dejaron de exigir que la Administración trabajara para ellos—, el Gobierno empezó a desentenderse también de las vidas de la gran mayoría de ellos.
Como consecuencia, durante los últimos 40 años los ciudadanos corrientes han vivido en medio de grandes dificultades mientras el segmento más rico y las grandes corporaciones prosperaban. Se redujeron los impuestos y las normativas que afectaban a los ricos, al tiempo que los programas sociales sufrían grandes recortes. ¿El resultado? Los sueldos en Estados Unidos son escandalosamente bajos. El salario mínimo es de 7,25 dólares la hora. Si la gente hubiera seguido participando y exigiendo que el Gobierno trabajara para ellos —en este caso, que el salario mínimo se mantuviera al menos a la altura de la inflación—, hoy estaría por encima de 25 dólares la hora.
Pero el salario mínimo no es el único problema que acosa a los trabajadores estadounidenses. Reagan también es responsable de haberles convencido de que pertenecer a un sindicato era malo, y lo dejó claro cuando rompió la huelga de controladores aéreos; ese convencimiento se manifiesta hoy en el terrible descenso de la afiliación sindical, con la consiguiente pérdida de salarios, prestaciones y dignidad para los trabajadores estadounidenses.
Para situar las cosas en contexto, en los años sesenta, cuando Estados Unidos era el primer país del mundo en casi todos los aspectos económicos, el 35% de la fuerza laboral pertenecía a sindicatos. Hoy en día, esa cifra es inferior al 6% entre los trabajadores del sector privado. Todos los ataques contra los salarios y las prestaciones laborales en los últimos 40 años han hecho que Estados Unidos ya no pueda presumir, como hizo durante tanto tiempo, de que la mayor parte de su población pertenece a la clase media. Esa distinción corresponde hoy a Canadá, que sobrepasó al país vecino hace dos años y donde el 34% de la fuerza laboral pertenece a un sindicato.
Pero los sindicatos no eran el único motivo de que Estados Unidos contara con buenos sueldos. Otra razón era un sistema educativo, no superado por ningún otro en el mundo. Hoy, sin embargo, la educación estadounidense, desde la primera infancia hasta la enseñanza superior, es un desastre.
De los 50 Estados que componen el país, solo 11 tienen programas públicos para los niños hasta tres años y en edad preescolar, a pesar de que todos los datos demuestran que la educación temprana es fundamental para los buenos resultados posteriores. Y no solo no se ha invertido en educación, sino que ha habido recortes drásticos. Como consecuencia, los escolares estadounidenses actuales están entre los estudiantes de los países industrializados con peores puntuaciones en matemáticas y ciencias, unos indicadores esenciales para predecir el futuro económico.
El sistema de educación universitaria de Estados Unidos, muy respetado, cuesta tanto que la mayoría de los estudiantes no puede permitírselo. Desde 1978 la matrícula en las universidades ha subido un 1.800%. Solo uno de cada cuatro estudiantes que terminan el bachillerato acaba graduándose en la universidad.
Podría seguir, desde luego. El sistema de salud del país no funciona, la desigualdad de rentas se ha disparado, la tercera parte de las carreteras y los puentes necesitan reparaciones. El sistema fiscal está tan lleno de agujeros favorables a los ricos que, el año pasado, el 43% de las empresas norteamericanas no pagaron ni un dólar de impuestos, y el tipo fiscal real para los estadounidenses más ricos no es del 35%, como aseguran, sino del 19%. Por último, el Tribunal Supremo ha dado a las desigualdades cuerpo de ley mediante una serie de decisiones que permiten que unos cuantos ciudadanos muy ricos compren nuestras elecciones, con lo que prácticamente garantizan que su voz sea la única que se oye en Washington.
Por todas esas cosas, los estadounidenses hoy están enfadados. ¿Cómo de enfadados? En dos palabras: Donald Trump. La gente sabe que es vulgar, grosero, poco preparado, ególatra y narcisista, pero no es de la casta, y por eso le apoyan millones. ¿Cómo de enfadados? En dos palabras: Bernie Sanders. En el aparato político tradicional, nadie creía que este socialista declarado de 74 años pudiera tener posibilidades de vencer a Clinton, el apellido más conocido del Partido Demócrata en la era moderna. Y, aunque Sanders no va a derrotar a Hillary Clinton, sí es posible que ella, en las elecciones generales, acabe perdiendo ante Donald Trump si no cuenta con el apoyo de los millones de estadounidenses enfadados que hoy respaldan a Sanders.
El populismo ha llegado a Estados Unidos. Lo único que no está claro es si la clase política es consciente de ello.
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